Hijo de cazadores
Animales salvajes me engendraron. Una bestia feroz
me dio a beber amargo el cuajo de sus pechos.
Fieras depredadoras dulcemente
envolvieron mi cuerpo en franelas gastadas
del Seguro Social
y me cantaron cosas de enfermeras.
Un animal feroz, más feroz que los otros,
pronunció un nombre y con su garra oscura
trazó con agua y aire una cruz en mi frente.
Ahora tengo un nombre de animal salvaje.
Animales salvajes me engendraron.
Entre nubes de polvo y carcajadas,
vi una docena o dos de bestezuelas,
hociquitos chorreantes de saliva y sangre,
correr tras un balón por doce años.
Pese al polvo y el asma, yo odiaba ser portero.
Un animal de presa, con su corbata a rayas,
me pidió esta mañana un recibo de pagos
y advirtió que este año no nos toca aguinaldo.
Bestias, bestias salvajes
esperan olfateando, interminablemente,
detrás de mí en las filas
de los supermercados.
Yo tengo un nombre de animal salvaje.
Animales salvajes me engendraron.
Los animales cazan y celebran, animales salvajes,
beben la sangre de sus presas, gozan
la sangre de sus presas,
porque son animales, porque somos.
Animales salvajes me engendraron.
Yo tengo un nombre de animal salvaje.
Hasta que un día, un animal salvaje,
una bestia común entre las otras,
se vea a sí mismo después de haber cazado,
mire la sangre ajena enrojecer sus manos
y deje de reír,
y entonces sienta como si fuera suya
la herida de su presa:
Allí habrá aparecido un homo sapiens.
Óscar de Pablo
* * *
SNOWLY
A Luisa Benvenutti
El último ciervo blanco miraba una corriente de aire,
su aliento tenía por las mañanas el color de su pelaje
y movía las hojas al mirarlas,
movía el cielo tremendamente azul de los veranos.
Estiraba sus músculos, sabiéndose secreto,
se escondía entre los matorrales
y a veces se dejaba ver en las montañas.
El último ciervo blanco
era la sombra de su propia especie,
se fue quedando solo por huir de cazadores
que perseguían su cabeza para una sala de invierno.
El último ciervo blanco bufaba en primavera
sabiendo que nadie respondería a su llamado,
su aliento se perdía entre los coloridos campos de Inglaterra.
Nunca imaginó que la muerte lo rondaba entre la hojarasca,
entre la hierba crecida que al día siguiente pensaba comer,
que alguien lo miraba desde hacía tiempo y le apuntaba al pecho,
dilatando sus disparos como aquel niño que no quiere acabarse el postre
porque no habrá una ración más.
Cuando una bala se acercó
y detrás un par de cazadores para cortarle de un tajo la cabeza,
Snowy en realidad miró un oleaje de espigas
una espiral de luz acercándose a lo lejos.
Álvaro Solís
* * *
Cerval
Acabo de segar la cabeza del Ciervo Blanco,
pronto degollaré una estrella,
al rato desangraré el relámpago,
mientras pudro para siempre y a diario
las plumas y las pieles
de la hermana pájara y el hermano tigre,
la hermana sierpe y el hermano pulpo,
las legiones de alas y de garras
que me esperaban entre frondas y florestas
desde mi primera inhalación de mundo.
Alta lesión / Peligro de muerte / Calavera con húmeros en equis
que nadie se me acerque,
que nadie ronde mis lustros de plomo en hecatombes,
montañas de níquel / maldito níquel...
el zumbido que no cesa
del acero pasando por los cuellos,
andanadas de purificación atómica
(ya el azufre apocalíptico quedó atrás),
miasma / miasma / y más miasma.
¿En qué alma cabe todo eso?
Pegunten, mejor, por mi roca entre pecho y espalda.
Excávenme, más bien, el ánimo de piedra obtusa.
No busquen tan lejos ni persigan a nadie por ahí:
ese Caín de siempre está aquí,
en el centro de mis vísceras
y mata a todo tipo de hermano
y se caga en el ojo de Dios
hasta con bombas nucleares.
Ese Caín habita en esta punta del miedo,
en esta onda del temblor.
Vean la sombra pánica en mis ojos
mientras pierde rayos el sol.
Sientan en esta pupila trémula
la mirada del venado enfriándose
como aire muerto de abisma
última vagina manando sangre hacia una nieve oscura
entregada al cielo ciego ante un calor de infierno
para siempre / para siempre / oigan bien: para siempre.
Metan su dedo en este iris
hasta dar con los restos
de miríadas de especies idas
mezcladas ahora con lágrimas secas,
cayendo en una arena huera:
granos manchados de muerte
semillas de desiertos putrefactos
huérfanos de corazón.
Josu Landa
***
La fiebre del oro*
Ciudadano del asombro, el gambusino mece su charola en un arroyo. En cada uno movimiento repite la delicia de una abeja en torno de la flor que se entrega sigilosa.
Durante la noche, pesa en su balanza la luz de una luciérnaga. En la ebriedad de los sueños sin retornos, inicia su jornada en los márgenes de la corriente donde la luna se refleja distante de sus aspiraciones.
A pocos pasos de su tienda, en un claro del bosque, un ciervo muerde el pasto y tensa sus músculos, temeroso de la aurora.
Ernesto Lumbreras
* Este poema pertenece al libro Clamor de agua (FETA/CNCA, 1990)
* * *
Gardenias para una prisa roja
escupitajo de luna ráfaga de cal mota de mármol y acaso un poco de miedo a la blancura corre o vuela se precipita o asciende bosque arriba o verde abajo
el bosque siempre es un misterio (no hay horizonte posible) delante detrás pájaros con alma de tormenta insectos que inquietan la hojarasca controlan el corazón del extranjero
frío y bruñido en vaho presta un ojal de cielo al sol que penetra las alturas y prende una fiesta de luz en la hojarasca (el bosque) es un secreto acaso se le escapen algunas palabras como animales o árboles
el que estuvo y se va pasó por aquí
sus huellas felices o asustadas
su frenético subir la flecha cuesta abajo
buscaba una pareja huía o reía con la risa de los animales
que no han inventado las vocales
tenía miedo frío o sólo músculos ligeros
necesitados de velocidad que procuraron al bosque
una despedida blanca
(un paréntesis de leche)
su motivo entre el gris y el ocre
nadie nunca lo sabrá
¿Para qué ser un emblema?
Un día uno es fotografiado y siete después muere degollado
(gardenias para una prisa roja)
sólo sea silencio y oscuridad
lo que conserve viva la flama atónita
de lo quizás nunca existió
y sólo ahora
extraviado en la muerte
se extraña
Claudina Domingo
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